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Había una vez una niña llamada Lía que, en lugar de jugar con muñecas, pasaba las tardes en el taller polvoriento de su abuelo. Mientras otros niños corrían por el parque, ella aprendía a manejar el formón, a soldar dos hierros viejos y a mezclar colores para proteger la madera.


—Eso no es cosa de niñas —le decían en la escuela—. Te vas a ensuciar. Mejor aprende a pintar uñas o hacer pulseritas.
Pero Lía tenía una pasión que le ardía dentro, como el fuego de la soldadura. Cada crítica era un clavo más en el banco de trabajo de su determinación. Su abuelo, que había sido carpintero y herrero, la alentaba:
—El talento no tiene género, Lía. Que te llamen rara, pero nunca mediocre.

Pasaron los años y, cuando su abuelo falleció, Lía heredó su taller y una vieja caja de herramientas. Al abrirla, encontró una nota escondida: “Sigue creando, porque en cada objeto que hagas estaré yo también.”
Eso le dio la fuerza para seguir aprendiendo. No solo trabajaba la madera y el metal, sino que dominaba la resina, la pintura, y cualquier técnica que la retara. La gente empezó a hablar de ella como “la artesana de las mil manos”.


Pero el giro llegó el día que recibió una invitación: una exposición nacional de diseño quería que ella presentara su obra. Allí, entre aplausos y ojos asombrados, Lía mostró una silla que combinaba acero, nogal y resina azul: un homenaje al mar que nunca había visto con su abuelo.
Ese día, alguien del público se le acercó:—¿De dónde sacaste tanto arte?


Ella sonrió y respondió:—De cada “no puedes” que me dijeron. Los convertí en herramientas.

Juber Molano Amador
juberma@hotmail.com
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